Las cosas no siempre salen según lo planeado
Creímos ser águilas, pero terminamos como el cuervo, enredados en nuestros argumentos. La discusión de fondo es quién hace el ajuste. Siempre resulta igual: el Estado recauda y los ciudadanos asumen el costo resignando poder de compra.
El economista estadounidense Milton Friedman decía que a las políticas públicas no había que juzgarlas por las intenciones, sino por los resultados. Por su parte, el economista inglés Tim Harford plantea el siguiente acertijo: ¿Qué pregunta debo hacerme si quiero saber cómo le va a un barrio cerrado, a un country o a una ciudad? Haciendo una sola y simple pregunta sabré cómo le va a la mayoría de sus habitantes en materia de seguridad, salud, educación de sus hijos, convivencia… Puedo saber todo eso con una sola pregunta. ¿Cuál?
Esa pregunta es: ¿cuánto vale el metro cuadrado?
Si en un lugar el metro cuadrado está 4000 dólares comprador y en otro, 200 dólares vendedor, ya sé quién se siente mejor en materia de seguridad, salud, etcétera.
Los precios son un idioma a través del cual se expresan la confianza y las expectativas.
Si revisamos el valor de nuestras empresas, de nuestro crédito —nuestro país paga 10 veces más de tasa de interés que Perú o Colombia para obtener algo de dinero—, el valor de nuestro salario o nuestras propiedades, no hace falta preguntarnos si estamos viviendo bien. Somos los más baratos del vecindario.
Ahora bien, eso puede ser una oportunidad, pero también es una clara señal de que estamos haciendo las cosas mal y, encima, responsabilizamos a otros. No sería la primera vez que nuestro país pretende resolver sus conflictos a los gritos y culpando a la contraparte por todos los males.
Lo vivimos con Repsol cuando confiscamos las acciones de YPF (50%) que esa compañía tenía en su poder. No solo nos quedamos con sus acciones, sino que, a los gritos, argumentamos que nos debían pagar más por haber contaminado el medio ambiente. Nos hicieron juicio, empezó el conflicto y terminamos pagando 6000 millones de dólares por esas acciones con emisión deuda (Bonar 2024), a una tasa del 9% anual en dólares, que más tarde reestructuramos. Hoy esas acciones valen 1800 millones de dólares. Creímos ser águilas, pero terminamos como el cuervo, enredados en nuestros argumentos.
Lo vivimos con el Club de París, cuando primero desconocimos la deuda tildándola de ilegal, para luego terminar en el mejor arreglo de la historia para este grupo: con el pago aún hoy de una tasa de interés descomunal, con punitorios. Así, el organismo multilateral termina cobrando lo que nunca pensó que podía cobrar. Creímos ser águilas, pero terminamos como el cuervo, enredados en nuestros argumentos.
Con estos antecedentes, volvemos a negociar con el Fondo Monetario Internacional, que se define como el prestamista de última instancia. Cuando el FMI aparece en escena, claramente es un indicio de que el rescatado está en la última instancia; no es una señal de ayuda a los débiles, sino una señal de escape para los más fuertes. El FMI es un organismo político y está acostumbrado a lidiar con países en problemas, que no pueden pagar sus deudas. Actualmente, el FMI tiene prestados 130.000 millones de dólares, de los cuales 43.000 millones los tenemos nosotros. Esto representa una motivación adicional para que prefiera alcanzar un acuerdo.
Pero ése no es el conflicto. Supongamos que nuestros acreedores se cansan de nosotros, de nuestras quejas y gritos y nos perdonan la deuda. ¿La Argentina resuelve así sus problemas? Claramente, no, porque seguimos teniendo déficit fiscal y vamos a tener que ajustarnos para financiarlo. Además, vale recordar que al FMI le debemos sólo el 12% de nuestra deuda.
La discusión de fondo, entonces, es quién hace ese ajuste: ¿la política? ¿los contribuyentes? ¿los subsidios? Lo de siempre: la sobre-emisión de dinero y el gran déficit generado lo financian la licuación de las jubilaciones y el ingreso de los asalariados a través del impuesto inflacionario. De esta manera, el Estado recauda y los ciudadanos asumen el costo resignando poder de compra.
Endeudarse no es malo, permite acelerar un proceso de crecimiento. Lo malo es malgastar el dinero conseguido. En cada gestión, la Argentina agrega millones de dólares a la deuda; incluso con la gestión actual, casualmente, idéntica cantidad que la que refleja su déficit fiscal. Tomamos deuda, no para mejorar nuestra infraestructura, sino para repagar la deuda anterior más los nuevos desequilibrios generados por gastos ineficientes. Nunca nos desendeudamos, sólo incumplimos una parte vía quitas de capital o de intereses y siempre paga el ciudadano con pérdida en su calidad de vida.